Feliz, feliz cumpleaños.
Lo quiero desde la primera vez que le hice un comentario burlón y respondió con esa risa tan franca y tan suya. Lo quiero más desde que, al siguiente segundo, ya me lo estaba regresando.
Como he dicho innumerables veces, rápidamente lo convertí en una de mis piedras angulares, ese amigo que a veces me susurraba al oído que me estaba saliendo del carril y otras tantas me regresaba a él a pura cachetada emocional. Lo convertí en amigo, colega, maestro, confidente, protegido y protector. Le lloré, le pedí consejos, reí con él, le he aprendido muchísimo y sé que es de esos amigos que se vuelven fuente inagotable de conocimientos (propios y misceláneos).
Es de esas personas inteligentes, cultas, decentes, interesantes y simpáticas que conquista a los amigos que le presentas y los convierte en sus amigos. Es de esas personas con las que es maravilloso tomar café, editar textos o estudiar economía.
Recuerdo cuando me contaba las primeras veces que salió con su novia, la felicidad, la risa, los consejos... cuando yo le contaba del mío. Es ese que siempre te devuelve la fe en la humanidad... eso. Tiene una estatura moral tan atípica que hasta parece salido de algún libro de buenas costumbres...
Víctor fue, durante años, el remedio perfecto para mi sed literaria. En mitad de un instituto tecnológico él era ese chorro de agua fresca con el que podía pasar horas hablando de literatura y de planes a futuro y de amores. Sobre todo de literatura. Junto a él me descubrí no sólo capaz de editar, sino también de crear. Gracias a él seguir mis sueños fue más llevadero porque, alguna vez en mitad de un laboratorio de economía, me dijo que lo que más tenía que respetar en todo este proceso de vivir, era a mí misma.
En su examen profesional me sentía mamá en pastorela. Es un hombre brillante y los sinodales lo reconocían ahí, delante de todos. Alguno dijo que era uno de los alumnos más capaces que había tenido en 25 años de dar clases en el ITAM... y yo me emocionaba hasta las lágrimas, porque ¿a quién engaño? Lo mío, lo mío, es llorar como niña pobre en panadería.
No sé cómo habrían sido mis años en el ITAM y en el periódico sin sus consejos siempre atinados, sus enseñanzas invaluables, sus ocurrencias que me doblaban de risa, sus sonrisas que siempre alentaban. Tiene alma de maestro, siempre puede hacerte entender, con facilidad, lo que está explicando.
Hay años completos de mi vida que no se explicarían igual sin él. Y siempre lo voy a amar profundamente.
Te quiero tanto, puerquito capitalista.